La revancha








Cuento de Mariano Rovatti, del libro "El jardín de los sueños prohibidos" 


Walter había nacido y crecido en el puerto de Mar del Plata. Hijo y nieto de estibadores, comenzó desde chico el mismo oficio, para el que hay que madrugar mucho y saber usar la fuerza física.
Le encantaba el fútbol y era fanático de Aldosivi. Jugó en sus divisiones inferiores, pero no se destacó por su talento. Sí por su fuerza, su coraje y sus trompadas certeras cuando todo terminaba en una batahola. 

Al ver sus dotes para el combate, un médico del club le sugirió que probara con el boxeo. Y le dio la dirección de un gimnasio que estaba en la otra punta de la ciudad. 

Quien manejaba ese gimnasio era Raúl Leyes, retirado ya de la actividad profesional. Había sido boxeador en los años cincuenta y sesenta, llegando a ser fondista en el Luna Park, y obviamente, siendo principal figura del mítico estadio Bristol. 

El establecimiento era un galpón de la calle 25 de mayo entre España y Jujuy, justo enfrente de lo que había sido la catedral del boxeo marplatense, cerrada en 1972. Los próceres del pugilismo local como Ubaldo Sacco (padre e hijo), Tito Yanni (padre e hijo también), Aníbal Di Lella, Miguel Angel Páez, Andrés Selpa y Raúl Santos Villalba habían entrenado en el gimnasio de Leyes y peleado en el Bristol. Como también otros grandes del boxeo mundial, como Archie Moore, Sandy Saddler, Nicolino Locche o Pascual Pérez. 

Apenas conoció a Walter sobre el ring, Leyes visualizó en él a un pichón de crack, un futuro campeón. Era veloz, potente, aguerrido, tiempista…todo en uno. Y la posibilidad de pulir ese diamante en bruto lo animó a volver a los rings como entrenador, a pesar de haberse alejado harto de manejos turbios de dirigentes y managers. 

Tras una breve campaña amateur, Walter se hizo profesional en la categoría medio mediano, la más prolífica de la historia del boxeo argentino. Con su estado físico impecable, y vistiendo siempre su pantalón verde y amarillo, repartía sus ciento cuarenta y siete libras de manera armónica a lo largo y ancho de su cuerpo. 

Después de catorce peleas, llegó a campeón argentino, y enseguida fue campeón sudamericano. Leyes manejaba su carrera con prudencia y ambición a la vez. Cuando estaba por cerrar la primera pelea de Walter en los Estados Unidos, éste lo sorprendió. Ariel Romero, el principal empresario boxístico del país, firmó un contrato de representación con Walter, prometiéndole una pronta pelea por el título mundial. En el mismo, le impuso como técnico a José Caracciolo, un dócil veterano que manejaba otros boxeadores de la escudería. 

Leyes no tenía firmado ningún documento con Walter, y aunque fue a la Justicia, no pudo impedir que el boxeador lo abandonara. 

Walter dejó Mar del Plata y se fue a vivir a Buenos Aires. Hizo dos peleas en un estudio de televisión y consiguió la chance por el título de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB), la decana de las entidades rectoras de la actividad, aunque ya no era la más importante. 

Enfrentó al campeón Ike Quartey, un ghanés con un record impresionante, en un pequeño balneario francés. Contra todos los pronósticos, lo venció por nocaut en el séptimo round.

La revancha se armó rápido. Esta vez, la cita fue en Las Vegas. Romero manejaba todo a su antojo y Walter confiaba en él. Cobraría una bolsa millonaria. 

Al llegar a los Estados Unidos, los máximos empresarios boxísticos del mundo -Don King y Bob Arum- se pelearon por Walter. Astutamente, Romero logró aprovechar la situación para subir el precio de su representado. 

Walter volvió a vencer a Quartey, esta vez por puntos, consolidándose como figura del boxeo mundial. Al volver a la Argentina, en las vísperas del verano, decidió descansar y se fue para su ciudad natal. 

Además de haberse comprado un departamento en Puerto Madero –siempre le gustó estar cerca del puerto- Walter adquirió un chalet en Playa Grande, además de tener dos autos y una fortuna en el banco. Ese verano, recorrió los balnearios de moda, y se relacionó con la farándula. 

Mientras esperaba la confirmación de su próxima pelea, conoció a Roxana Salas, vedette en ascenso que había salido del elenco del Negro Olmedo. 

El encuentro se produjo en una fiesta organizada por Romero en un boliche de la Avenida Constitución, en donde el manager mezcló a deportistas con figuras del espectáculo. 

Roxana y Walter iniciaron un romance que fue tema de todas las revistas del corazón. La vedette se había instalado en el chalet del boxeador, mientras hacía la temporada en el teatro Neptuno. 

Una noche, mientras cenaban Walter y Roxana con amigos comunes a la salida del teatro, se acercó Raúl Leyes al restaurant Caballito Blanco, en la peatonal Rivadavia. Serio, con la mirada clavada en la última mesa, se aproximó adonde estaba Walter. 

 Este lo miró con una mezcla de alegría y culpa 

- Hola Raúl, cómo está, tanto tiempo…? 
- No tan bien como vos 
- Qué ..qué …qué quiere? 
- Ojo con tus nuevos amigos…en especial con Romero… 
- Con Ariel está todo bien…. 
- ¿Viste algunos de los contratos que firmó por vos? 
 - Eeeh no, pero confió en él…me hace ganar buenas bolsas… 
- ¿Vos tenés idea de la guita que mueve el boxeo en Las Vegas? 
- Sí, mucho… 
- Pedile que te muestre los contratos… 
- Y no…a ver si se enoja…. 
- Avivate pibe, si a vos te dio quinientas lucas verdes, seguro que firmó por más de un palo….en el boxeo éso fue, es y será así…a menos que los boxeadores se aviven… 

Leyes se dio media vuelta y se fue. Walter se quedó serio, pensando. Roxana y los demás empezaron a desacreditar al viejo entrenador: 

 -      Menos mal que lo largaste a éste, sino estarías peleando en Once Unidos todavía…

Dos días después, Romero lo llamó a Walter. 

- Nene, venite a Buenos Aires y empezá a entrenar. Peleás otra vez en Las Vegas el mes que viene… 
- Ah…¿contra quién? 
- Contra Quartey - ¿Por qué con él de vuelta? ¿No hay otros boxeadores? - Sí, pero ninguno garantiza la bolsa que nos da esta pelea 
- Tengo poco tiempo, no sé si llego… 
- Ya firmé el contrato, cobrás setecientos cincuenta mil…¿te alcanza? 
- Uhh qué bien… 

Tras colgar el teléfono, le quedó en la mente a Walter la advertencia de su ex técnico: si me da setecientos cincuenta mil, firmó por un palo y medio entonces… 

Walter tardó unos días en volver. Cuando llegó a Buenos Aires, Caracciolo le recriminó por su estado físico: había engordado diez kilos, e incorporado malos hábitos para su salud: alcohol y drogas. 

En menos de un mes tenía que estar defendiendo el título en Las Vegas. Se entrenó como pudo, hizo dieta y llegó a la pelea lejos de su mejor forma. 

Además, por primera vez, Walter viajó acompañado. Roxana y él compartieron la más lujosa de las habitaciones del Venetian Resort Hotel & Casino. 

Sobre el ring del Mandala Bay, Walter hizo lo que pudo con Quartey, quien lo despachó con un nocaut técnico en el quinto. 

La vuelta en el avión fue un padecimiento para Walter. Discutió con Roxana constantemente, y Romero casi no le dirigió la palabra. La cara la tenía hinchada por los golpes del moreno campeón. 

Al llegar a Buenos Aires, Roxana le dijo que momentáneamente no iba a vivir más con él, prefiriendo dedicarle más tiempo a su carrera. A medida que fueron pasando los días, la exuberante bailarina se fue distanciando del ex campeón. 

Walter sintió un vacío sin el cinturón de campeón del mundo, y sin su pareja, y empezó a consumir cocaína cada vez con más frecuencia. 

La empezó a buscar a Roxana con insistencia, y la vedette no le respondía sus llamados. Incluso, en la revista Paparazzi salió una nota que la rubia había pasado una noche con el mismísimo Diego Maradona. 

Una noche, pasado de alcohol y drogas, Walter fue a buscarla a Roxana a la salida del Teatro Tabarís, donde trabajaba junto a Nito Artaza. El escándalo fue tan grande, que Roxana accedió a retirarse del lugar con Walter, quien la llevó a su departamento de Puerto Madero. 

Allí discutieron, hicieron el amor, bebieron, se drogaron y volvieron a discutir. Se agredieron físicamente, y en uno de sus exabruptos, Walter asesinó a Roxana. 

Los gritos llamaron la atención de los vecinos que inmediatamente dieron cuenta de la Prefectura, encargada de la seguridad en el exclusivo barrio portuario. Al llegar al lugar, los agentes pudieron ver tendido el cuerpo de la vedette, y a su lado, a Walter arrodillado, llorando desconsoladamente. 

Walter fue juzgado por el Tribunal Oral Nº 3, y diferencia de su colega Carlos Monzón, procesado por una causa similar, reconoció haber cometido el crimen desde el primer momento. 

Pese a esta admisión del hecho, y a comprobarse su estado etílico y tóxico, su abogado –que era el mismo de Romero- no logró una pena atemperada. Walter fue condenado a veintitrés años de prisión. 

Todo su patrimonio se evaporó tras el juicio, entre honorarios profesionales e indemnizaciones a los familiares de la víctima. Walter fue llevado a la cárcel de Marcos Paz. 

La popularidad que le había dado el boxeo en alguna medida le sirvió para ser tratado con alguna consideración por parte de los otros presos. De todos modos, estaba deprimido, casi no hablaba y muchos temían que intentase el suicidio. 

Al poco tiempo, conoció el pabellón de los evangélicos, y el pastor lo convenció para que se convirtiera y pidiera el traslado allí. 

En su nueva fe y en su nuevo hábitat, Walter se sintió mejor, y comenzó a pensar en su futuro. Designó a otro abogado, vinculado al pastor, quien pidió el cambio de carátula de la causa. 

Tras unos meses de litigio, consiguió que el crimen fuera caratulado como preterintencional, y así obtuvo una sustancial reducción de la pena. 

Finalmente, tras nueve años en prisión, Walter recuperó la libertad. Pero sabía que volvía a ser pobre, como en su niñez en el puerto de Mar del Plata. 
Lo único que sabía hacer era boxear, y ya estaba grande para volver. Pisaba los cuarenta años. 

El pastor le había conseguido un trabajo en una iglesia del conurbano, para que la cuidara y pudiera vivir allí. Hacía changas y con éso apenas subsistía.

Fue a la Federación Argentina de Box a gestionar que le reactivaran su licencia de boxeador. Sin mayor burocracia así lo hicieron y le ofrecieron entrenarse en su gimnasio con miras a una próxima pelea, en la que haría su retorno. Pesaba casi setenta y cinco kilos. Entrenando, podría entrar en la categoría mediano, dos más que la suya natural. 

En uno de sus primeros entrenamientos, se encuentra con Caracciolo: 

- Hola pibe, qué gusto verte de vuelta 
- Hola José, así es la vida, me traicionaron, pero en la cárcel conocí a Dios, y no tengo rencores en mi corazón 
- Bueno, no sé, ¿quién te traicionó? 
- Y…el boga que me pusieron me pateó en contra…era el abogado de Romero…después lo cambié y mi situación en la causa fue otra totalmente distinta… 
- Y bué… vos sabés cómo era Romero… 
- ¿Era? ¿Qué pasó? 
- Ah, ¿no sabés nada…? Lo mataron hace cuatro o cinco años… 
- ¿Quiénes? - Dicen que fueron unos tipos a la oficina ahí en la calle Gascón…¿vos fuiste ahí no? ..y lo bajaron ahí mismo…no le robaron nada…dijeron que era un ajuste de cuentas… 
- ¿y el boga? 
- Desapareció…capaz que lo boletearon también…andaban en cosas raras…drogas, putas, juego ilegal… 

Walter se fue con la cabeza a mil. La oficina de la calle Gascón estaba muy cerca de la Federación, a menos de tres cuadras. La curiosidad lo llevó a pasar por allí. 

Era una casa antigua reciclada por dentro. En realidad, Romero vivía allí, solo, y tenía una oficina en la sala de adelante. Walter la conocía muy bien. Los recuerdos se agolpaban junto a las dudas y las especulaciones. 

Llegó a la puerta y vio un cartel. En la casa funcionaba el consultorio de una dermatóloga. Espió por la ventana y vio gente esperando. La curiosidad lo empujó y tocó el timbre. 

Al pasar al interior, la recepcionista le pregunta, sin reconocerlo: 
- ¿señor , qué desea? 
- Un turno…tengo unas manchas en la espalda que no sé qué es…además me pica mucho… 
- ¿Con la doctora Pimentel? 
- Ah, justo se llama Pimentel…por esto que me pica…bueno sí…necesito que el turno sea lo más tarde posible…el último si es posible. 
- Tengo para el jueves a las veinte horas, es el último turno 
- Ok gracias nos vemos 

Al salir, no sabía muy bien para qué había pedido ese turno, pero presentía que algo tenía que hacer allí. 

La noche previa al jueves Walter durmió muy mal. Tuvo pesadillas y no paraba de moverse en la cama. Pero luego tuvo un sueño revelador, clarísimo, que le disparó una intuición poderosa. 

Minutos antes de las veinte horas, llegó al consultorio. Quedaba una sola pacienta, una mujer mayor y regordeta. La recepcionista se despidió apenas llegó y los dejó solos en la sala de espera. Al rato, llamaron a la señora, y Walter quedó solo en la sala. 

Había llevado ocultas algunas herramientas. Con un destornillador, se aproximó a la abertura que dividía la recepción de la sala de espera. Miró hacia el piso, y revivió lo que había soñado la noche anterior. En ese mismo momento, un recuerdo fuerte y claro se instaló en su mente. Romero sacando la tapa de madera del piso en ese mismo lugar. El lo había visto hace una década, sin ser advertido por el empresario. 

Era de esos pisos de pinotea, que tenían una cámara de aire de unos treinta o cuarenta centímetros debajo de la madera. Entre los pisos de la sala y la recepción, había una tapa. Se arrodilló y le limpió la cera a los dos tornillos que la sujetaban. Los sacó y con el mismo destornillador hizo palanca. Y la tapa se abrió. 

Palpó y había tres paquetes, envueltos compulsivamente con polietileno y hojas de diario por dentro. Los sacó y los guardó en su mochila. Volvió a meter la mano para cerciorarse que no hubiera algo más. Volvió a poner la tapa y los tornillos y se sentó a esperar que lo llamen. 

A los pocos minutos lo llamó la dermatóloga. Lo revisó pero no le encontró nada. El le insistió que le picaba mucho. La médica le recetó una pomada y lo despidió con una sonrisa. 

Ya a esta altura su ansiedad lo consumía, pero no quería cometer errores. Se tomó el colectivo y en una hora llegó a la iglesia donde vivía. En el camino comió una sándwich de milanesa para no perder tiempo. 

Al llegar a su habitación, cerró puertas y ventanas para asegurarse que no iba a ser visto. Abrió la mochila y sacó los paquetes. Con torpeza fue rompiendo el plástico y el diario. Mientras, miraba de reojo sus amarillentas hojas que comunicaban noticias de una década atrás. 

Finalmente, al abrir el primero, había una multitud de fajos de dólares apiñados. Ya seguro de su éxito, los fue despegando y ordenando. Lo mismo hizo con los otros dos paquetes. 

Cuando terminó, se dispuso a contar. Setecientos cincuenta mil dólares, lo que él imaginó que era la diferencia entre lo que firmó Romero y lo que Walter efectivamente cobró por su última pelea. 

Dos semanas después, Walter se subió una vez más al ring. Le ganó por puntos a un desnutrido que apenas sabía pararse. Cuando le hicieron la nota para la televisión dijo ahora voy por el título mundial, aunque él mismo sabía que no era cierto. Había vuelto a boxear para cerrar una deuda con él mismo, pero ya no lo necesitaba. 

Ahora el problema que tenía no era su subsistencia, sino cómo justificar ante las autoridades impositivas su súbito ingreso en dólares. 

Los escondió en algún lugar seguro y siguió boxeando y sirviendo en la iglesia. Guardó una cantidad que le hizo llegar en forma anónima a su anciano maestro, que aún vivía en Mar del Plata. 

Sentía que Dios era el manager que le había dado su revancha.

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