un cuento de Verónica Ghitta
Sábado a la noche en Buenos Aires. Intento sacarme el gusto a pizza tomando otra cerveza en el quiosco de Rivadavia y Castro Barros. Antes de entrar al estadio, se dejan oir los gritos de la popular, mezclados con la chicharra y una voz afónica que ordena ¡segundos afuera…!
Me gustaba más el gong que
producía el martillo lanzado sobre la campana chata. Era otra cosa. Tampoco es
lo mismo entrar al Luna que hacerlo en la Federación.
Me siento en la fila seis del ring-side. Están peleando un par de desnutridos
recién salidos de la adolescencia. No tengo idea quiénes son. Apenas si saben pararse.
La pelea de semifondo es distinta. Tiene más emoción, hasta que un cross zurdo de un ascendente moreno
del conurbano deja despatarrado y con el bucal semidesprendido al pulcro
cordobés. Le hizo pelea hasta donde pudo.
La pelea principal es por el título argentino de los medianos.
Setenta y dos kilos, el hombre ideal. Sin ser mastodontes, los medianos son
tipos de buena altura y aceptable musculatura. Es la categoría del zurdo
Lausse, un virtuoso que mereció ser campeón mundial, y del inolvidable Carlos
Monzón, el paradigma del macho criollo, vanidoso y triunfante.
El campeón es un moreno retacón, de ascendencia guaraní o toba.
Sus piernas son gruesas y fibrosas. Su pecho está decorado por un matorral de
pelos negros, que se adelgaza en el abdomen y se le mete más abajo del
cinturón.
Feo y viril, su cara está tallada por el hambre y la impiedad de
los rivales. Su mirada denuncia la ausencia de la niñez. Sus horizontes no son
lejanos. Ya intentó suerte en el norte y se volvió con una aceptable paga y un
nocaut en contra en el tercer round. El cabotaje es su destino. No usa pantalón
blanco como antes se acostumbraba. Su vestuario se agota en un lienzo
rojo con una publicidad sindical.
La estrella es el retador. Un carilindo que hasta ahora no le ganó
a nadie, pero su buena línea y exitoso récord de aficionado invitan a creer en
él. Es flaco y alto, simpático
y entrador. Rico guacho. Sabe dónde está la cámara de
televisión y frente a ella pone cara de salvaje. No le sale. Es hermoso y
parece buen tipo. Si fuera yanqui, lo llamarían golden boy.
Segundos antes de comenzar la pelea se paran uno frente al otro,
rodeados de humo danzante y luces que encandilan. Se lanzan entre sí furiosas
miradas con las que prometen destruirse. El arbitro les habla inútilmente,
recordándole disposiciones reglamentarias que conocen de sobra.
Se retiran los auxiliares, y se llevan los banquitos. Un burócrata
carga en su hombro el cinturón de campeón argentino. Dos hombres se batirán por
el favor de una hembra caprichosa: la victoria.
Empezó la pelea. Son dos varones que despliegan valentía,
estrategia, vigor y astucia. El campeón está más seguro, pero tiene prisa por
terminar rápido el asunto.
Con el correr de las vueltas, el muchachito se va afirmando. En
cada clinch, los hombres intercambian
insultos y sudores. Se refriegan sus pechos y sus brazos. Verlos así me produce
una excitación especial.
Terminó la pelea. Después de pegarse, insultarse y refregarse los
cuerpos, con el tañido final se abrazan como viejos amigos. Que decepción. Yo
creí en el odio que se declaraban y fantaseé con disfrutar de un final trágico.
Allí están ambos esperando el fallo. Sus cuerpos están bañados por gotas de
sudor que no se deslizan por la copiosa untura de vaselina que sus afortunados
asistentes les han prodigado. Ahora son dos fatigadas esculturas humanas que
esperan tomados de la mano por el árbitro.
Fallo unánime y nuevo campeón. El triunfo de la lógica. Uno se
vuelve a su casa y tiene por delante el ocaso de su carrera. El otro, pronto
hará las valijas rumbo a Las Vegas. En medio del festejo del bello y nuevo
campeón, una chirusa impertinente sube al ring y lo besa en la boca. Esta noche
la muy perra lo va a disfrutar…
Me voy caminando por Rivadavia para Once. En mi mente danzan mil
fantasías de clinchs y vaselina. Veré cómo hago para dormir.
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