La noche de Mantequilla
Eran
esa ideas que se le ocurrían a Peralta, él no daba mayores explicaciones a
nadie pero esa vez se abrió un poco más y dijo que era como el cuento de la
carta robada, Estévez no entendió al principio y se quedó mirándolo a la espera
de más; Peralta se encogió de hombros como quien renuncia a algo y le alcanzó
la entrada para la pelea, Estévez vio bien grande un número 3 en rojo sobre
fondo amarillo, y abajo 235; pero ya antes, cómo no verlo con esas letras que
saltaban a los ojos, MONZÓN V. NÁPOLES. La otra entrada se la harán llegar
a Walter, dijo Peralta. Vos estarás ahí antes de que empiecen las peleas (nunca
repetía instrucciones, y Estévez escuchó reteniendo cada frase) y Walter
llegará en la mitad de la primera preliminar, tiene el asiento a tu derecha.
Cuidado con los que se avivan a último momento y buscan mejor sitio, decile
algo en español para estar seguro. El vendrá con una de esas carteras que usan
los hippies, la pondrá entre los dos si es un tablón o en el suelo si son
sillas. No le hables más que de las peleas y fíjate bien alrededor, seguro
habrá mexicanos o argentinos, tenelos bien marcados para el momento en que
pongas el paquete en la cartera. ¿Walter sabe que la cartera tiene que estar
abierta?, preguntó Estévez. Sí, dijo Peralta como sacándose una mosca de la
solapa, solamente espera hasta el final cuando ya nadie se distrae. Con Monzón
es difícil distraerse, dijo Estévez. Con Mantequilla tampoco, dijo Peralta.
Nada de charla, acordate. Walter se irá primero, vos dejá que la gente vaya
saliendo y ándate por otra puerta.
Volvió a pensar en todo
eso como un repaso final mientras el metro lo llevaba a la Défense entre
pasajeros que por la pinta iban también a ver la pelea, hombres de a tres o
cuatro, franceses marcados por la doble paliza de Monzón a Bouttier, buscando
una revancha vicaria o acaso ya conquistados secretamente. Qué idea genial la
de Peralta, darle esa misión que por venir de él tenía que ser crítica, y a la
vez dejarlo ver de arriba una pelea que parecía para millonarios. Ya había
comprendido la alusión a la carta robada, a quién se le iba a ocurrir que
Walter y él podrían encontrarse en el box, en realidad no era una cuestión de
encuentro porque eso podía haber ocurrido en mil rincones de París, sino de
responsabilidad de Peralta que medía despacio cada cosa. Para los que pudieran
seguir a Walter o seguirlo a él, un cine o un café o una casa eran posibles
lugares de encuentro, pero esa pelea valía como una obligación para cualquiera
que tuviese la plata suficiente, y si por ahí los seguían se iban a dar un
chasco del carajo delante de la carpa de circo montada por Alain Delon; allí no
entraría nadie sin el papelito amarillo, y las entradas estaban agotadas desde
una semana antes, lo decían todos los diarios. Más todavía a favor de Peralta,
si por ahí lo venían siguiendo o lo seguían a Walter, imposible verlos juntos
ni a la entrada ni a la salida, dos aficionados entre miles y miles que
asomaban como bocanadas de humo del metro y de los ómnibus, apretándose a
medida que el camino se hacía uno solo y la hora se acercaba.
Vivo, Alain Delon: una
carpa de circo montada en un terreno baldío al que se llegaba después de cruzar
una pasarela y seguir unos caminos improvisados con tablones. Había llovido la
noche anterior y la gente no se apartaba de los tablones, ya desde la salida
del metro orientándose por las enormes flechas que indicaban el buen rumbo
y MONZÓN-NÁPOLES. a todo color. Vivo, Alain Delon, capaz de meter sus
propias flechas en el territorio sagrado del metro aunque le costara plata. A
Estévez no le gustaba el tipo, esa manera prepotente de organizar el campeonato
mundial por su cuenta, armar una carpa y dale que va previo pago de qué sé yo
cuánta guita, pero había que reconocer, algo daba en cambio, no hablemos de Monzón
y Mantequilla pero también las flechas de colores en el metro, esa manera de
recibir como un señor, indicándole el camino a la hinchada que se hubiera
armado un lío en las salidas y los terrenos baldíos llenos de charcos.
Estévez llegó como debía,
con la carpa a medio llenar, y antes de mostrar la entrada se quedó mirando un
momento los camiones de la policía y los enormes tráilers iluminados por fuera
pero con cortinas oscuras en las ventanillas, que comunicaban con la carpa por
galerías cubiertas como para llegar a un jet. Ahí están los boxeadores, pensó
Estévez, el tráiler blanco y más nuevo seguro que es el de Carlitos, a ése no
me lo mezclan con los otros. Nápoles tendría su tráiler del otro lado de la
carpa, la cosa era científica y de paso pura improvisación, mucha lona y
tráilers encima de un terreno baldío. Así se hace la guita, pensó Estévez, hay
que tener la idea y los huevos, che.
Su fila, la quinta a
partir de la zona del ringside, era un tablón con los números marcados en grande,
ahí parecía haberse acabado la cortesía de Alain Delon porque fuera de las
sillas del ringside el resto era de circo y de circo malo, puros tablones
aunque eso sí unas acomodadoras con minifaldas que te apagaban de entrada toda
protesta. Estévez verificó por su cuenta el 235, aunque la chica le sonreía
mostrándole el número como si él no supiera leer, y se sentó a hojear el diario
que después le serviría de almohadilla. Walter iba a estar a su derecha, y por
eso Estévez tenía el paquete con la plata y los papeles en el bolsillo
izquierdo del saco; cuando fuera el momento podría sacarlo con la mano derecha,
llevándolo inmediatamente hacia las rodillas lo deslizaría en la cartera
abierta a su lado.
La espera se le hacía
larga, había tiempo para pensar en Marisa y en el pibe que estarían acabando de
cenar, el pibe ya medio dormido y Marisa mirando la televisión. A lo mejor
pasaban la pelea y ella la veía, pero él no iba a decirle que había estado, por
lo menos ahora no se podía, a lo mejor alguna vez cuando las cosas estuvieran
más tranquilas. Abrió el diario sin ganas (Marisa mirando la pelea, era cómico
pensar que no le podría decir nada con las ganas que tendría de contarle, sobre
todo si ella le comentaba de Monzón y de Nápoles), entre las noticias del
Vietnam y las noticias de policía la carpa se iba llenando, detrás de él un
grupo de franceses discutía las chances de Nápoles, a su izquierda acababa de
instalarse un tipo cajetilla que primero observó largamente y con una especie
de horror el tablón donde iban a envilecerse sus perfectos pantalones azules.
Más abajo había parejas y grupos de amigos, y entre ellos tres que hablaban con
un acento que podía ser mexicano; aunque Estévez no era muy ducho en acentos,
los hinchas de Mantequilla debían abundar esa noche en que el retador aspiraba
nada menos que a la corona de Monzón. Aparte del asiento de Walter quedaban
todavía algunos claros, pero la gente se agolpaba en las entradas de la carpa y
las chicas tenían que emplearse a fondo para instalar a todo el mundo. Estévez
encontraba que la iluminación del ring era demasiado fuerte y la música
demasiado pop, pero ahora que empezaba la primera preliminar el público no
perdía tiempo en críticas y seguía con ganas una mala pelea a puro zapallazo y
clinches; en el momento en que Walter se sentó a su lado Estévez llegaba a la
conclusión de que ése no era un auténtico público de box, por lo menos
alrededor de él; se tragaban cualquier cosa por esnobismo, por puro ver a
Monzón o a Nápoles.
—Disculpe —dijo Walter
acomodándose entre Estévez y una gorda que seguía la pelea semiabrazada a su
marido también gordo y con aire de entendido.
—Póngase cómodo —dijo
Estévez—. No es fácil, estos franceses calculan siempre para flacos.
Walter se rió mientras
Estévez empujaba suave hacia la izquierda para no ofender al de los pantalones
azules; al final quedó espacio para que Walter pasara la cartera de tela azul
desde las rodillas al tablón. Ya estaban en la segunda preliminar que también
era mala, la gente se divertía sobre todo con lo que pasaba fuera del ring, la
llegada de un espeso grupo de mexicanos con sombreros de charro pero vestidos
como lo que debían ser, bacanes capaces de fletar un avión para venirse a
hinchar por Mantequilla desde México, tipos petisos y anchos, de culos
salientes y caras a lo Pancho Villa, casi demasiado típicos mientras tiraban
los sombreros al aire como si Nápoles ya estuviera en el ring, gritando y
discutiendo antes de incrustarse en los asientos del ringside. Alain Delon
debía tenerlo todo previsto porque los altoparlantes escupieron ahí nomás una
especie de corrido que los mexicanos no dieron la impresión de reconocer
demasiado. Estévez y Walter se miraron irónicos, y en ese mismo momento por la
entrada más distante desembocó un montón de gente encabezado por cinco o seis
mujeres más anchas que altas, con pull-overs blancos y gritos de «¡Argentina,
Argentina!», mientras los de atrás enarbolaban una enorme bandera patria y el
grupo se abría paso contra acomodadoras y butacas, decidido a progresar hasta
el borde del ring donde seguramente no estaban sus entradas. Entre gritos
delirantes terminaron por armar una fila que las acomodadoras llevaron con
ayuda de algunos gorilas sonrientes y muchas explicaciones hacia dos tablones
semivacíos, y Estévez vio que las mujeres lucían un MONZÓN negro en
la espalda del pull-over. Todo eso regocijaba considerablemente a un público a
quien poco le daba la nacionalidad de los púgiles puesto que no eran franceses,
y ya la tercera pelea iba duro y parejo aunque Alain Delon no parecía haber
gastado mucha plata en mojarritas cuando los dos tiburones estarían ya listos
en sus tráilers y eran lo único que le importaba a la gente.
Hubo como un cambio
instantáneo en el aire, algo se trepó a la garganta de Estévez; de los
altoparlantes venía un tango tocado por una orquesta que bien podía ser la de
Pugliese. Sólo entonces Walter lo miró de lleno y con simpatía, y Estévez se
preguntó si seria un compatriota. Casi no habían cambiado palabra aparte de
algún comentario pegado a una acción en el ring, a lo mejor uruguayo o chileno
pero nada de preguntas, Peralta había sido bien claro, gente que se encuentra
en el box y da la casualidad que los dos hablan español, pare de contar.
—Bueno, ahora sí —dijo
Estévez. Todo el mundo se levantaba a pesar de las protestas y los silbidos,
por la izquierda un revuelo clamoroso y los sombreros de charro volando entre
ovaciones, Mantequilla trepaba al ring que de golpe parecía iluminarse todavía
más, la gente miraba ahora hacia la derecha donde no pasaba nada, los aplausos
cedían a un murmullo de expectativa y desde sus asientos Walter y Estévez no
podían ver el acceso al otro lado del ring, el casi silencio y de pronto el
clamor como única señal, bruscamente la bata blanca recortándose contra las
cuerdas, Monzón de espaldas hablando con los suyos, Nápoles yendo hacia él, un
apenas saludo entre flashes y el arbitro esperando que bajaran el micrófono, la
gente que volvía a sentarse poco a poco, un último sombrero de charro yendo a
parar muy lejos, devuelto en otra dirección por pura joda, bumerang tardío en
la indiferencia porque ahora las presentaciones y los saludos, Georges
Carpentier, Nino Benvenuti, un campeón francés, Jean-Claude Bouttier, fotos y
aplausos y el ring vaciándose de a poco, el himno mexicano con más sombreros y
al final la bandera argentina desplegándose para esperar el himno, Estévez y
Walter sin pararse aunque a Estévez le dolía pero no era cosa de chambonear a
esa altura, en todo caso le servía para saber que no tenía compatriotas
demasiado cerca, el grupo de la bandera cantaba al final del himno y el trapo
azul y blanco se sacudía de una manera que obligó a los gorilas a correr para
ese lado por las dudas, la voz anunciando los nombres y los pesos, segundos
fuera.
—¿Qué palpito tenes?
—preguntó Estévez. Estaba nervioso, infantilmente emocionado ahora que los
guantes se rozaban en el saludo inicial y Monzón, de frente, armaba esa guardia
que no parecía una defensa, los brazos largos y delgados, la silueta casi
frágil frente a Mantequilla más bajo y morrudo, soltando ya dos golpes de
anuncio.
—Siempre me gustaron los
desafiantes —dijo Walter, y atrás un francés explicando que a Monzón lo iba a
ayudar la diferencia de estatura, golpes de estudio, Monzón entrando y saliendo
sin esfuerzo, round casi obligadamente parejo. Así que le gustaban los
desafiantes, desde luego no era argentino porque entonces; pero el acento,
clavado un uruguayo, le preguntaría a Peralta que seguro no le contestaría. En
todo caso no debía llevar mucho tiempo en Francia porque el gordo abrazado a su
mujer le había hecho algún comentario y Walter contestaba en forma tan
incomprensible que el gordo hacía un gesto desalentado y se ponía a hablar con
uno de más abajo. Nápoles pega duro, pensó Estévez inquieto, dos veces había
visto a Monzón tirarse atrás y la réplica llegaba un poco tarde, a lo mejor
había sentido los golpes. Era como si Mantequilla comprendiera que su única
chance estaba en la pegada, boxearlo a Monzón no le serviría como siempre le
había servido, su maravillosa velocidad encontraba como un hueco, un torso que
viraba y se le iba mientras el campeón llegaba una, dos veces a la cara y el
francés de atrás repetía ansioso ya ve, ya ve cómo lo ayudan los brazos, quizá
la segunda vuelta había sido de Nápoles, la gente estaba callada, cada grito
nacía aislado y era como mal recibido, en la tercera vuelta Mantequilla salió
con todo y entonces lo esperable, pensó Estévez, ahora van a ver la que se
viene, Monzón contra las cuerdas, un sauce cimbreando, un uno-dos de látigo, el
clinch fulminante para salir de las cuerdas, una agarrada mano a mano hasta el
final del round, los mexicanos subidos en los asientos y los de atrás
vociferando protestas o parándose a su vez para ver.
—Linda pelea, che —dijo
Estévez—, así vale la pena.
—Ajá.
Sacaron cigarrillos al
mismo tiempo, los intercambiaron sonriendo, el encendedor de Walter llegó
antes, Estévez miró un instante su perfil, después lo vio de frente, no era
cosa de mirarse mucho, Walter tenía el pelo canoso pero se lo veía muy joven,
con los blue-jeans y el polo marrón. ¿Estudiante, ingeniero? Rajando de allá
como tantos, entrando en la lucha, con amigos muertos en Montevideo o Buenos
Aires, quién te dice en Santiago, tendría que preguntarle a Peralta aunque
después de todo seguro que no volvería a verlo a Walter, cada uno por su lado
se acordaría alguna vez que se habían encontrado la noche de Mantequilla que se
estaba jugando a fondo en la quinta vuelta, ahora con un público de pie y
delirante, los argentinos y los mexicanos barridos por una enorme ola francesa
que veía la lucha más que los luchadores, que atisbaba las reacciones, el juego
de piernas, al final Estévez se daba cuenta de que casi todos entendían la cosa
a fondo, apenas uno que otro festejando idiotamente un golpe aparatoso y sin
efectos mientras se perdía lo que de verás estaba sucediendo en ese ring donde
Monzón entraba y salía aprovechando una velocidad que a partir de ese momento
distanciaba más y más la de Mantequilla cansado, tocado, batiéndose con todo
frente al sauce de largos brazos que otra vez se hamacaba en las sogas para
volver a entrar arriba y abajo, seco y preciso. Cuando sonó el gong, Estévez
miró a Walter que sacaba otra vez los cigarrillos.
—Y bueno, es así —dijo
Walter tendiéndole el paquete—. Si no se puede no se puede.
Era difícil hablarse en
el griterío, el público sabía que el round siguiente podía ser el decisivo, los
hinchas de Nápoles lo alentaban casi como despidiéndolo, pensó Estévez con una
simpatía que ya no iba en contra de su deseo ahora que Monzón buscaba la pelea
y la encontraba y a lo largo de veinte interminables segundos entrando en la
cara y el cuerpo mientras Mantequilla apuraba el clinch como quien se tira al
agua, cerrando los ojos. No va a aguantar más, pensó Estévez, y con esfuerzo
sacó la vista del ring para mirar la cartera de tela en el tablón, habría que
hacerlo justo en el descanso cuando todos se sentaran, exactamente en ese
momento porque después volverían a pararse y otra vez la cartera sola en el
tablón, dos izquierdas seguidas en la cara de Nápoles que volvía a buscar el
clinch, Monzón fuera de distancia, esperando apenas para volver con un gancho
exactísimo en plena cara, ahora las piernas, había que mirar sobre todo las
piernas, Estévez ducho en eso veía a Mantequilla pesado, tirándose adelante sin
ese ajuste tan suyo mientras los pies de Monzón resbalaban de lado o hacia
atrás, la cadencia perfecta para que esa última derecha calzara con todo en
pleno estómago, muchos no oyeron el gong en el clamoreo histérico pero Walter y
Estévez sí, Walter se sentó primero enderezando la cartera sin mirarla y
Estévez, siguiéndolo más despacio, hizo resbalar el paquete en una fracción de
segundo y volvió a levantar la mano vacía para gesticular su entusiasmo en las
narices del tipo de pantalón azul que no parecía muy al tanto de lo que estaba
sucediendo.
—Eso es un campeón —le
dijo Estévez sin forzar la voz porque de todos modos el otro no lo escucharía
en ese clamoreo—. Carlitos, carajo.
Miró a Walter que fumaba
tranquilo, el hombre empezaba a resignarse, qué se le va a hacer, si no se
puede no se puede. Todo el mundo parado a la espera de la campana del séptimo
round, un brusco silencio incrédulo y después el alarido unánime al ver la
toalla en la lona, Nápoles siempre en su rincón y Monzón avanzando con los
guantes en alto, más campeón que nunca, saludando antes de perderse en el torbellino
de los abrazos y los flashes. Era un final sin belleza pero indiscutible,
Mantequilla abandonaba para no ser el punching-ball de Monzón, toda esperanza
perdida ahora que se levantaba para acercarse al vencedor y alzar los guantes
hasta su cara, casi una caricia mientras Monzón le ponía los suyos en los
hombros y otra vez se separaban, ahora sí para siempre, pensó Estévez, ahora
para ya no encontrarse nunca más en un ring.
—Fue una linda pelea —le
dijo a Walter que se colgaba la cartera del hombro y movía los pies como si se
hubiera acalambrado.
—Podría haber durado más
—dijo Walter—, seguro que los segundos de Nápoles no lo dejaron salir.
—¿Para qué? Ya viste
como estaba sentido, che, demasiado boxeador para no darse cuenta.
—Sí, pero cuando se es
como él hay que jugarse entero, total nunca se sabe.
—Con Monzón sí —dijo
Estévez, y se acordó de las órdenes de Peralta, tendió la mano cordialmente—.
Bueno, fue un placer.
—Lo mismo digo. Hasta pronto.
—Chau.
Lo vio salir por su
lado, siguiendo al gordo que discutía a gritos con su mujer, y se quedó detrás
del tipo de los pantalones azules que no se apuraba; poco a poco fueron
derivando hacia la izquierda para salir de entre los tablones. Los franceses de
atrás discutían sobre técnicas, pero a Estévez lo divirtió ver que una de las
mujeres abrazaba a su amigo o su marido, gritándole vaya a saber qué al oído lo
abrazaba y lo besaba en la boca y en el cuello. Salvo que el tipo sea un
idiota, pensó Estévez, tiene que darse cuenta de que ella lo está besando a
Monzón. El paquete no pesaba ya en el bolsillo del saco, era como si se pudiera
respirar mejor, interesarse por lo que pasaba, la muchacha apretada al tipo,
los mexicanos saliendo con los sombreros que de golpe parecían más chicos, la
bandera argentina arrollada a medias pero agitándose todavía, los dos italianos
gordos mirándose con aire de entendidos, y uno de ellos diciendo casi
solemnemente, gliel’a messo in culo, y el otro asintiendo a tan perfecta
síntesis, las puertas atestadas, una lenta salida cansada y los senderos de
tablas hasta la pasarela en la noche fría y lloviznando, al final la pasarela
crujiendo bajo una carga crítica, Peralta y Chaves fumando apoyados en la baranda,
sin hacer un gesto porque sabían que Estévez iba a verlos y que disimularía su
sorpresa, se acercaría como se acercó, sacando a su vez un cigarrillo.
—Lo hizo moco —informó
Estévez.
—Ya sé —dijo Peralta—,
yo estaba allí.
Estévez lo miró
sorprendido, pero ellos se dieron vuelta al mismo tiempo y bajaron la pasarela
entre la gente que ya empezaba a ralear. Supo que tenía que seguirlos y los vio
salir de la avenida que llevaba al metro y entrar por una calle más oscura, Chaves
se dio vuelta una sola vez para asegurarse de que no los había perdido de
vista, después fueron directamente al auto de Chaves y entraron sin apuro pero
sin perder tiempo. Estévez se metió atrás con Peralta, el auto arrancó en
dirección al sur.
—Así que estuviste —dijo
Estévez—. No sabía que te gustaba el boxeo.
—Me importa un carajo
—dijo Peralta—, aunque Monzón vale la plata que cuesta. Fui para mirarte de
lejos por las dudas, no era cosa de que estuvieras solo si en una de ésas.
—Bueno, ya viste. Sabes,
el pobre Walter hinchaba por Nápoles.
—No era Walter —dijo
Peralta.
El auto seguía hacia el
sur, Estévez sintió confusamente que por esa ruta no llegarían a la zona de la
Bastilla, lo sintió como muy atrás porque todo el resto era una explosión en
plena cara, Monzón pegándole a él y no a Mantequilla. Ni siquiera pudo abrir la
boca, se quedó mirando a Peralta y esperando.
—Era tarde para
prevenirte —dijo Peralta—. Lástima que te fueras tan temprano de tu casa,
cuando telefoneamos Marisa nos dijo que ya habías salido y que no ibas a
volver.
—Tenía ganas de caminar
un rato antes de tomar el metro —dijo Estévez—. Pero entonces, decime.
—Todo se fue al diablo
—dijo Peralta—. Walter telefoneó al llegar a Orly esta mañana, le dijimos lo
que tenía que hacer, nos confirmó que había recibido la entrada para la pelea,
todo estaba al pelo. Quedamos en que él me llamaría desde el aguantadero de
Lucho antes de salir, cosa de estar seguros. A las siete y media no había
llamado, telefoneamos a Geneviève y ella llamó de vuelta para avisar que Walter
no había llegado a lo de Lucho.
—Lo estaban esperando a
la salida de Orly —dijo la voz de Chaves.
—¿Pero entonces quién
era el que…? —empezó Estévez, y dejó la frase colgada, de golpe comprendía y
era sudor helado brotándole del cuello, resbalando por debajo de la camisa, la
tuerca apretándole el estómago.
—Tuvieron siete horas
para sacarle los datos —dijo Peralta—. La prueba, el tipo conocía cada detalle
de lo que tenía que hacer con vos. Ya sabes cómo trabajan, ni Walter pudo
aguantar.
—Mañana o pasado lo
encontrarán en algún terreno baldío —dijo casi aburridamente la voz de Chaves.
—Qué te importa ahora
—dijo Peralta—. Antes de venir a la pelea arreglé para que se las picaran de
los aguantaderos. Sabes, todavía me quedaba alguna esperanza cuando entré en
esa carpa de mierda, pero él ya había llegado y no había nada que hacer.
—Pero entonces —dijo
Estévez—, cuando se fue con la plata…
—Lo seguí, claro.
—Pero antes, si ya
sabías…
—Nada que hacer —repitió
Peralta—. Perdido por perdido el tipo hubiera hecho la pata ancha ahí mismo y
nos hubieran encanado a todos, ya sabes que ellos están palanqueados.
—¿Y qué pasó?
—Afuera lo esperaban
otros tres, uno tenía un pase o algo así y en menos que te cuento estaban en un
auto del parking para la barra de Delon y la gente de guita, con canas por
todos lados. Entonces volví a la pasarela donde Chaves nos esperaba, y ahí
tenés. Anoté el número del auto, claro, pero no va a servir para un carajo.
—Nos estamos saliendo de
París —dijo Estévez.
—Sí, vamos a un sitio
tranquilo. El problema ahora sos vos, te habrás dado cuenta.
—¿Por qué yo?
—Porque ahora el tipo te
conoce y van a acabar por encontrarte. Ya no hay aguantaderos después de lo de
Walter.
—Me tengo que ir,
entonces —dijo Estévez. Pensó en Marisa y en el pibe, cómo llevárselos, cómo
dejarlos solos, todo se le mezclaba con árboles de un comienzo de bosque, el
zumbido en los oídos como si todavía la muchedumbre estuviera clamando el
nombre de Monzón, ese instante en que había habido como una pausa de incredulidad
y la toalla cayendo en medio del ring, la noche de Mantequilla, pobre viejo. Y
el tipo había estado a favor de Mantequilla, ahora que lo pensaba era raro que
hubiese estado del lado del perdedor, tendría que haber estado con Monzón,
llevarse la plata como Monzón, como alguien que da la espalda y se va con todo,
para peor burlándose del vencido, del pobre tipo con la cara rota o con la mano
tendida diciéndole bueno, fue un placer. El auto frenaba entre los árboles y
Chaves cortó el motor. En la oscuridad ardió el fósforo de otro cigarrillo,
Peralta.
—Me tengo que ir,
entonces —repitió Estévez—. A Bélgica, si te parece, allá está el que sabés.
—Estarías seguro si
llegaras —dijo Peralta—, pero ya viste con Walter, tienen gente en todas partes
y mucha manija.
—A mí no me agarrarán.
—Como Walter, quién iba
a agarrarlo a Walter y hacerlo cantar. Vos sabés otras cosas que Walter, eso es
lo malo.
—A mí no me agarran
—repitió Estévez—. Mirá, solamente tengo que pensar en Marisa y el pibe, ahora
que todo se fue a la mierda no los puedo dejar aquí, se van a vengar con ella.
En un día arreglo todo y me los llevo a Bélgica, lo veo al que sabes y sigo
solo a otro lado.
—Un día es demasiado
tiempo —dijo Chaves volviéndose en el asiento. Los ojos se acostumbraban a la
oscuridad, Estévez vio su silueta y la cara de Peralta cuando se llevaba el
cigarrillo a la boca y pitaba.
—Está bien, me iré lo
antes que pueda —dijo Estévez.
—Ahora mismo —dijo
Peralta sacando la pistola.
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